En nuestro sistema legal, el único actor al que (siendo bondadosos) le sale gratis “equivocarse” la inmensa mayoría de las veces, es a la administración pública.
Blog Sintetia.com.- Sebastián Puig y Simón González.- En esta serie de artículos intentamos plantear una administración pública distinta para España, que realmente sirva a los ciudadanos y no a sus propios intereses. Y no pretendemos hacerlo desde planteamientos puristas, teóricos, o mediante la construcción de unicornios, sino desde el análisis de incentivos y de las posibilidades técnicas y económicas existentes (las políticas son otro cantar).
¿Por qué y cómo la discrecionalidad?
Una de las constantes características de la extenuante normativa que generan nuestras muchas administraciones, es determinar un amplio espacio de discrecionalidad para la administración. ¿Esto qué significa? Que su actuación no será siempre automática ni estará sujeta a un parámetro o conjunto de parámetros fijos y previsibles, determinados a través de unas potestades regladas por ley. Bien al contrario, la norma suele otorgar a la administración una importante capacidad de decisión basada en términos abstractos, difusos e incluso totalmente subjetivos. Porque, ¿cuándo una medida se convierte en “idónea”? ¿Cuál es el alcance “adecuado” de una regla? ¿En qué punto del abanico de posibilidades existentes va a entender una administración que algo es “suficiente”?
Tal reserva de discrecionalidad tiene, por otra parte, una clara razón de ser, reflejo del eterno conflicto existente en nuestra cultura entre el deseo de proporcionar unas reglas de actuación claras, específicas y racionales y la imposibilidad material de conseguirlo de forma absoluta. En un magnífico ensayo introductorio sobre la discrecionalidad en la actuación legal y policial, Ronald J. Allen, expresa muy bien este concepto:
“Deseamos directrices claras porque pensamos que es injusto imponer obligaciones donde la falta de reglas claras hace difícil conformar la conducta de acuerdo a los requisitos de la ley. No obstante, las reglas claras y específicas son simplistas por necesidad; de otro modo, serían difíciles de entender. A mayor abundamiento, tratar de anticiparlo todo desafía la inteligencia humana, incluso considerando la mayor parte de las circunstancias que una norma puede contemplar. El universo de la interacción social es increíblemente, y también inescrutablemente, complejo”.
Es importante, por tanto, precisar que no nos estamos refiriendo a esas necesarias potestades discrecionales de la administración, es decir, cuando ésta elige entre alternativas igualmente válidas, siempre que el ejercicio de esas potestades sea razonado. No, tratamos con un hecho muy distinto y desgraciadamente habitual: el retorcimiento de dichas alternativas, la aplicación aleatoria e irracional de la normativa o incluso de la completa falta de respuesta al ciudadano, materializada en la figura del silencio administrativo.
En este punto, cabe decir que la norma general adjudica el silencio administrativo como positivo (a favor del administrado solicitante), salvo que la ley correspondiente, “por razones imperiosas de interés general”, diga lo contrario… Ya pueden adivinar lo que ha venido sucediendo al respecto: en aras de esas magnánimas razones y de un interés común demasiado nebuloso, casi todas las leyes específicas prescriben un silencio administrativo negativo (en contra de lo que solicita el interesado). E incluso en aquellos casos en que contempla un silencio positivo, el Tribunal Supremo se ha encargado de imposibilitar en la práctica su existencia.
“O sea, que ya no es posible saber si la regla del silencio positivo es la excepción. Es más… ¿hay algún supuesto en que podría sostenerse que encajaría en el silencio positivo?”
Más paganos
Volviendo al asunto de las potestades discrecionales de la administración y a la exigencia de que el ejercicio de esa potestad sea razonado, nos encontramos con otras víctimas del sistema. Se trata de los trabajadores del sector público, a quien demasiadas veces se coloca entre la espada y la pared, exigiéndoles que respalden decisiones ya tomadas en el nivel político (tanto por cargos electos como por de confianza), redactando y promulgando resoluciones a sabiendas de que no son correctas ni responden a necesidades imperiosas ni, por supuesto, al interés general. Todo ello, so pena de ser castigados con el ostracismo en su vida profesional, orillando e incluso sobrepasando la frontera del mobbing. Algo que hemos visto suceder en niveles técnicos (Ana Garrido Ramos) y en otros más altos (Jaime Nicolás Muñiz, aquí el fallo de la Audiencia). Ojo: no son casos aislados.
En nuestra pretensión de conformar una Administración Posible, hemos de reconocer que sus miembros no serán siempre ni ángeles ni mártires, sólo seres humanos. Pero un muy merecido reconocimiento después de los hechos no es suficiente, porque para entonces el mal ya está hecho.
Así las cosas, nos viene a la memoria la castiza y demoledora recomendación dada (o atribuida) al jurista y prócer del franquismo Girón de Velasco. Esperemos que nos disculpen la grosería:
“Al amigo, el culo. Al enemigo, por culo. Y al indiferente, la legislación vigente”
Recordemos: sólo en el período 2009-2014, se promulgaron 4.746 normas estatales y publicaron más de 1.250.000 páginas del BOE. Sumen a ello las disposiciones autonómicas (más de 800.000 páginas en 2014) y locales. Nuestra prolija normativa ha logrado que no quede prácticamente ningún ámbito de vida ciudadana sin ser sometido o fiscalizado por la acción de las administraciones públicas, no necesariamente arbitraria (aunque a menudo sí) pero en demasiadas ocasiones innecesariamente discrecional. Y la forma más patente de observarlo es con la autorización previa.
La autorización previa
No hay actividad o forma de relación pública entre ciudadanos que no requiera ser sancionada por la administración antes del comienzo de la misma.
Bien a través de la fiscalidad, bien de las ordenanzas municipales o de las decenas de registros, índices, exámenes, autorizaciones, certificaciones, declaraciones juradas y no juradas, etc. Prácticamente cada norma particular exige que los ciudadanos, con carácter previo al inicio de cualquier acción o actividad, soliciten plácet y nihil obstat a la administración. Incluso en las relaciones contractuales entre individuos, la básica libertad de pacto entre las partes (en puridad, la autonomía de la voluntad) se ve coartada por los trámites de la administración, que así fiscaliza por la vía de los hechos casi toda iniciativa privada.
Todos esos trámites previos, que en teoría se establecen por el bien de los administrados, suponen una muy efectiva forma de imponer costes de entrada a cualquier actividad. Curiosamente, los organismos de la administración dedicados específicamente a salvaguardar la competencia no aprecian nunca tales trámites como limitadores de la competencia.
“Más vale pedir perdón que pedir permiso… si no te lleva a la cárcel o la quiebra”.
Podría pensarse que la autorización previa y el cumplimiento de una normativa intensiva y extenuante, que incluye por supuesto diversos y siempre subjetivos “deberes de vigilancia”, implicaría que el ciudadano queda de alguna manera libre de responsabilidad por las consecuencias indeseadas de sus actividades. Pero no. Aunque éste cumpla a rajatabla todo lo que la norma prescribe, en el modo, tiempo y forma ordenados, seguirá siendo responsable de cualquier efecto indeseado y no buscado por sus acciones. Aunque en numerosos supuestos ello nos resulte razonable, como por ejemplo con la necesidad de acreditar un carné para conducir un coche, en otros tales como la apertura de un negocio por un particular, esa necesidad nos parece mucho más difusa. En ambos casos, pese al requisito de autorización previa, la administración NO se hace responsable de las consecuencias de la actividad ejercida por sus administrados: en nuestro ejemplo, tanto el conductor como el emprendedor deberán responder finalmente ante la ley, con autorización previa o sin ella. Se trata de una doble imposición de la que pocas personas son conscientes.
Pero es que además, en no pocos casos, estamos sufriendo una vuelta de tuerca adicional sobre el individuo: la inclusión en la normativa del principio de precaución. Dicho para que se entienda, incluso en los casos en que no hubiera forma de suponer con carácter previo que una actividad (o producto o servicio) pudiera generar consecuencias indeseadas, incluso cuando ninguna evidencia científica lo demuestre, el administrado seguirá siendo el responsable de dichas consecuencias. Porque la administración, como un padre omnímodo, autoritario, precavido y benevolente, así lo sanciona.
Este “principio de precaución” supone, en resumen, subvertir la exoneración de responsabilidad ante consecuencias indeseadas. Supone asignar unívocamente al administrado las posibles consecuencias de cualquier riesgo. Y recordemos que el riesgo cero no existe.
Expresado de otra forma, y en la práctica, el único rédito que muchas veces obtiene el administrado por cumplir la normativa es… no ser sancionado por no cumplirla. Es decir, ninguno.
Equivocarse gratis
Seamos sinceros. En nuestro sistema legal, el único actor al que (siendo bondadosos) le sale gratis “equivocarse” la inmensa mayoría de las veces, es a la administración pública.
Discutir con ella, además de un agotador sumidero de tiempo y dinero, supone casi con toda seguridad obligarse a recorrer todo el trámite burocrático y varios escalones de contencioso administrativo.
Por ejemplo, la tendencia acreditada de las administraciones públicas hacia la petición de nulidad de un acto administrativo es de “sostenella y no enmendalla”, salvo en casos flagrantes de ilegalidad. E incluso en dichos casos, la administración puede contestar o no, jugando con los plazos y formalidades de sus respuestas. Y aun cuando el administrado consiga anular en el juzgado un acto administrativo ello no supone que ésta haya de indemnizarle. Y si por fin el administrado decide reclamar una indemnización, es probable que reciba una respuesta (sentencia) que siga la doctrina jurisprudencial del “margen de tolerancia”. Algo así como “todos nos equivocamos, pelillos a la mar, no ha habido mala fe, cargue usted con todos los costes que este error ha generado”. Numerosos lectores seguro que han tenido que sufrir trances similares.
En definitiva, existe todo un “derecho de la administración a equivocarse gratis”, aun cuando ejerce potestades discrecionales.
Responsabilidad personal e incentivos perversos
Nuestro sistema legal sanciona de facto, pese a algunas voluntariosas referencias normativas, la ausencia práctica de afectación personal del funcionario, y sobre todo del político, por los actos de la administración en los que éstos hayan participado. En demasiadas ocasiones, ni la administración como tal, ni el funcionario, ni por supuesto el político, sufren en sus propias carnes el perjuicio que puedan generar en los administrados. Salvo contadas excepciones, hemos llegado al punto en que, tras muchos años de batalla judicial que dan como resultado indemnizaciones de más de cien millones de euros, ni el político electo en su momento, ni el cargo de designación política implicado, ni el funcionario o funcionarios intervinientes acaban sintiendo personalmente las consecuencias de su actuación. Cuidado: no estamos hablando de supuestos delictivos, sino de pura y simple mala administración. Para muestra, un botón: según recientes informes hechos públicos por Transparencia Internacional, las instituciones públicas españolas incumplen mayoritariamente la normativa legal sobre contratos. Y no pasa nada.
Discrecionalidad o arbitrariedad
No es de extrañar que exista una extendida sensación de impunidad y que una de las mayores dificultades que, en su actividad productiva, encuentran empresas y empresarios sea, precisamente, la propia administración pública que debería proteger y facilitar dicha actividad. De esta forma, la discrecionalidad acaba pareciéndose mucho –demasiado- a la arbitrariedad.
Con este marco de incentivos (sin responsabilidades civiles ni penales), el comportamiento más habitual de la administración, de sus representantes y trabajadores, consiste en perseguir efectos aparentemente favorables y deseados en el presente, a cambio de enviar al futuro los efectos indeseados. La propensión al endeudamiento y el Kit Maybelline, que ya hemos tratado en esta casa, son expresiones económicas del mismo principio.
Si los gestores públicos, políticos o funcionarios, tuvieran una responsabilidad civil y/o penal expresa, razonable y progresiva por actuaciones burocráticas o económicas irresponsables, tales como los impagos y la morosidad públicos, su actitud sin duda sería diferente. Si una licencia de construcción concedida contra la normativa vigente conllevara responsabilidad civil y/o penal efectiva a las personas que gestionaron su aprobación, su actitud cambiaría. Si los responsables políticos y los trabajadores públicos (incluyendo los interventores de la administración) tuvieran esa ineludible responsabilidad judicial por acciones u omisiones manifiestamente culposas… otro gallo ciudadano quizás nos cantaría.
El uso de la norma ex-ante tiende a proteger al responsable político y, parcialmente, al trabajador público. El control ex-post al ciudadano y al crecimiento económico. El abuso de la primera impone cargos adicionales e innecesarios a los administrados. En nuestro modelo de Administración Posible, resulta cristalino donde hay que hacer la poda. Los resultados, en forma de libertad económica y liviandad burocrática sólo pueden ser favorables. Y además, con una reducción significativa de costes, tanto para unos como para otros, algo esencial en estos tiempos de apreturas.
Ya saben. Hágase. Seguiremos reflexionando.
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